Miraste al cielo y todo lo que encontraste fue una estrella de papel

The Vast of Night, estrenada en Amazon Prime, no es exactamete innovadora, pero recupera el clima de la Guerra Fría y observa cómo la mitología de alienígenas forjó una época.

Ed Impresa 14/07/2020 Iván Zgaib
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Especial para La Nueva Mañana

¿No fueron accidentalmente hermosos los años de la Guerra Fría? Pienso en los ‘50, esa era de intrigas en la que Estados Unidos estaba quebrado por fuerzas explosivas contradictorias. La sensación de salir de la humareda de la Guerra como un papá-mundial, listo para labrar el camino hacia un mundo de felicidades pulcras (donde el vestido alunarado de tu esposa podía hacerla desaparecer sobre el empapelado alunarado de tu casa, pero siempre quedaría la heladera que era al mismo tiempo freezer y estaba llena de comida). Y también su reverso: una ansiedad social capaz de hacer estallar a cada ciudadano en pequeños accidentes cerebrovasculares sincronizados con los estallidos de la bomba atómica.

Lo que resulta apasionante cuando uno mira atrás, es confirmar cuánto del imaginario cultural de Estados Unidos fue refinado aquellos años en el cine. Si el temprano siglo XX había convertido al western en una fuente espectral para que un país entero se reconociera en ella, en los años carbónicos de la Guerra Fría las imágenes nacionales fueron otras: esposas, maridos y adolescentes perdidos en los suburbios acartonados; platos voladores, espías y alienígenas grises que caían del cielo para acabar con el planeta o para enseñarnos a ser una mejor especie.

¿Eran esos “los mejores años de nuestras vidas”, o simplemente los más aterradores? Incluso en varias de aquellas películas, el imaginario que disparan es ambiguo, más parecido a una visión óptica cambiante que a un rayo láser con enemigos definidos. Tomemos por ejemplo La invasión de los usurpadores de cuerpos, dirigida por Don Siegel: ¿qué eran esos alienígenas chupa-almas que reemplazaban a los ciudadanos de un pueblo inocente? ¿El terror hacia una ola comunista que ahogaría la moral yanky, o el pavor por la cacería maccarthista y una hipnosis cultural hecha a base de aspiradoras Hoover, automóviles Dodge relucientes y televisores Motorola?.

Enemigos de afuera vs enemigos de adentro. La obsesión por las historias de extraterrestres (en sí mismas, una forma de obsesión por el posible encuentro con la otredad) se ajustaba bien al clima angustiante de la Guerra Fría. A lo largo de aquellos años, el cine soñó tanto con esos encuentros que llegó a tipificarlos, tornándolos una especie de subgénero dentro de la ciencia ficción. Algunos motivos recurrentes, a riesgo de simplificación: 
Los avistajes de naves que brillan en el cielo hasta iluminar el estado podrido de la humanidad.

Los síntomas extraños (como la pérdida de consciencia, la sensación desvirtuada del tiempo, los autos dejando de funcionar y los perros ladrando desaforadamente). 

Las amenazas externas que nos unen como especie o las conspiraciones gubernamentales que develan cuán desvirtuadas se volvieron nuestras democracias.

Hoy (siete décadas después del fenómeno cultural de Roswell), The Vast of Night se estrena en Amazon Prime como una reminiscencia de esos tiempos. La película de Andrew Patterson es ligeramente extraña porque sus artimañas no están lanzadas a hacer avanzar la tradición de aquellas viejas películas, sino a captar el proceso de mitificación encarnado por éstas: cómo las personas, las distopías televisivas del viernes por la noche y el radioteatro (o las noticias-teatro) erigieron aquel imaginario. 

La primera escena del film ya es esclarecedora: la cámara se acerca a un televisor viejo (tan retro que parece del futuro) y empezamos a ver la transmisión de una serie sobre misterios. El teatro paradoja, “un terreno entre lo clandestino y lo olvidado” anuncia el presentador, es un guiño a los programas que alimentaban la pasión de las familias de los años ‘50 por escapar a las familias de los años ‘50: La dimensión desconocida, The Science Fiction Theater, The Tales of Tomorrow, todas reliquias arqueológicas que prometían que había algo más allá, por detrás de (o incluso entre) las colinas de los parques residenciales. 

Cuando la cámara de Patterson atraviesa la pantalla del televisor, las imágenes de un pueblo sureño empiezan a ocupar el plano entero, lo cual deja en claro su posición: ésta, una noche en la vida de Fay y Everette (dos adolescentes que descubren una frecuencia radial oscura interrumpiendo las señales en todo New Mexico durante los ‘50), es un relato ficcional. Y a pesar de retratar un evento de magnitud intergaláctica, los procedimientos poéticos despellejan la narración hasta los huesos: importa más lo que dicen los personajes sobre los hechos, que los hechos en sí mismos.

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Los procedimientos poéticos despellejan la narración hasta los huesos: importa más lo que dicen los personajes sobre los hechos, que los hechos en sí mismos.

A medida que cae la larga noche, Patterson filma a sus criaturas desde un lugar enrarecido, interrumpiendo continuamente la apariencia inmediata de la imagen. El acceso directo al mundo está frenado. Sobre el comienzo, por ejemplo, la cámara recorre elegantemente los pasillos de una escuela donde el pueblo se reúne a ser pueblo; es decir, a ver el partido de básquet que juega el equipo de la secundaria. Patterson describe espacialmente ese lugar y los vínculos colectivos que se forjan ahí, pero la cámara permanece siempre distante de las personas, apenas pudiendo registrar sus rostros.

Un detalle peculiar: los primeros planos no llegan a aparecer hasta después de los veinte minutos, y cuando sea que los rostros adquieran protagonismo será porque están participando del acto de narrar. Digamos, están produciendo el mito colectivo en torno a la vida extraterrestre. E incluso en esos casos, la burbuja ficcional se explota. Fay aparece enjaulada entre los bordes del televisor, recordándonos que lo que estamos viendo es una representación. Y cuando un viejo llama a la radio para contar su recuerdo de las naves alienígenas, la imagen se va: sólo se escucha una voz que denuncia la conspiración del gobierno, flotando sobre un fondo negro. 

The Vast of Night no es exactamente innovadora, pero se presenta como una nota al pie sobre la tradición. Al filo de los ochenta, el crítico J. Hoberman definía a Spielberg como el capitán de una tendencia parasitaria en Hollywood: la pulsión original en films como E.T o Encuentros cercanos del tercer tipo era la referencia al cine de los ‘50 (El día que paralizaron la Tierra o Llegaron de otro mundo). Y el film de Patterson continúa esa forma de apropiación, pero la lleva a un extremo. No sólo vive de la energía vital despedida por películas y programas viejos, además lleva ese gesto de vampirización al centro de la escena. Su fascinación con la mitificación es tan grande, que termina encerrado en ella: cuando mire hacia arriba, sobre el final, no podrá ver el cielo sino la representación que otros han hecho de la naturaleza.

A su propia manera, la película está llena de hallazgos: su clima de horror que no cae en golpes bajos, su destreza formal para filmar el pueblo, su ritmo paciente pero cautivante al acompañar a los personajes solitarios (llega casi como un susurro: una voz rasposa saliendo de la radio, en medio del campo abierto). La falta de ambición, por otra parte, impone sus propios límites: descansa muy cómodamente en expresiones culturales que sí se animaron a develar un pliegue oculto de su propio tiempo. 

Allí, un rasgo sintomático: la ciencia ficción de los ‘50 imaginaba un futuro cercano o lejano, pero The Vast of Night es una película de época (no atiende al porvenir ni al presente distorsionado, sino al pasado). Mientras Patterson mira fascinado ese relato sacralizado, Estados Unidos está siendo comandado por un tirano que exalta las (supuestas) glorias antiguas de su país y arrastra a los ciudadanos (y a la democracia y al mundo) al borde de un abismo. El escenario digno para una distopía, esperando a ser filmada.

 

 

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