¿Sueñan los dinosaurios con gremlins dorados?

Neoyorkinos nerviosos, jugadores de basket inseguros y un diamante excavado de las tierras de África: todos se reúnen en el ritmo desesperante de Diamantes en bruto, el último film de Josh y Benny Safdie estrenado en Netflix.

Ed Impresa 14/03/2020 Iván Zgaib
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Especial para La Nueva Mañana

Apuesto a que cualquiera (incluso aquel que, como yo, no se conmueva por el repiqueteo histérico de los botines y las pelotas en una cancha de basketball) va a tener una tarea difícil para permanecer indiferente a los deportes (y a las joyas y los repiqueteos histéricos y los hombres nerviosos) que forman el mundo de Diamantes en bruto.

Howard, dueño de una joyería y lacayo sumiso de una pulsión erótica por apostarlo todo, es el hombre (muy pequeño, muy insignificante) que atrae toda una serie de fuerzas magnéticas más grandes que él. La monstruosa ciudad de Nueva York. Los departamentos hermosos y vulgares de los ricos wannabe. Los Gremlins de plástico cubiertos de diamantes de oro. Los especuladores (mafiosos, padres de familia, secretarias de día y dealers de noche). Los casinos con faroles encandilantes (a la vez tristes y jubilosos). Las estrellas de basket (propietarios de una inseguridad tan grande que necesitan amuletos para creer que pueden anotar un punto).

Si se me permite la obviedad, la manera en que se presentan estas figuras no dista mucho del aspecto vistoso que tienen las vitrinas de una joyería. Los hermanos Safdie componen su film a través de una fotografía porosa y brillante. Cada personaje, desacatado e inquieto, está rodeado por fuentes de luz que nacen de la misma escena (ventanas, vidrieras, lámparas con forma de bolas de cristal). Un halo de luz ensoñador hace ver a los actores como criaturas celestiales y hermosas, incluso si todo lo que interesa a los Safdie es filmar el reverso. Que este mundo de excesos y fantasías lujosas tiene los bordes frágiles de un diamante. 

“¿Por qué? ¿Por qué tiene tantos colores?”, pregunta desesperado el basquetbolista estrella mientras agarra con sus manos (ávido, mojado de la excitación) la piedra preciosa que Howard consiguió de África para intentar pagar todas sus deudas. Este es el corazón del film: el ópalo negro, que si se lo frota con cariño revela sus colores mágicos y escondidos. Un tesoro que hipnotiza a los protagonistas y los deja bobos (¡hasta los dinosaurios “lo veían todos los días”!).

¿Cómo se filma un encantamiento de esa naturaleza? Hay un plano tan repentino como efectivo: los ojos solitarios de Howard, encuadrados en un primerísimo primer plano por una cámara que se le acerca mientras él mira la piedra que acaba de recibir por correo. La imagen tiembla ligeramente, pero los ojos se Howard están completamente abiertos (perplejos, gigantes: ¿cómo podrían cerrarse los párpados ante algo tan hermoso?). Es un extraño momento de suspensión para una película que siempre se mueve rápidamente. 

La cámara de los Safdie también ama otro tipo de acercamiento misterioso: un zoom que se acerca al ópalo negro y atraviesa sus entrañas y sus capas de colores, que se mueve desde los trabajadores negros que encuentran la gema en Etiopía (mientras ponen en peligro sus vidas) hasta los “chicos bien” de Nueva York que reciben ese diamante y se pelean por quién se lo queda y a cuánto lo subastan.

Si algo se logra con esos vaivenes es construir y conectar distintos mundos a través de acciones dramáticas. Sin diálogos ni bajadas de línea. La imagen de los negros explotados en África (apenas una aparición fugaz) recuerda una visión a gran escala: que sí, que ésta es la historia de Howard, pero que sus intentos desesperados por acumular plata y saldar deudas se conectan a un sistema más grande dónde el dinero (y la posibilidad de adueñarse de él) moldea la psiquis de las personas y las relaciones entre ellas.

Entonces, el ópalo negro es trascendental como advierte Howard: tiene tantos colores que parece acoger al universo entero, a la historia de toda la humanidad. 

En la lengua de los Safdie, traducimos: negros explotados que excavan el desierto, judíos blancos que se pelean por dinero, negros privilegiados que caen hipnotizados ante esas piedras y (como un espejo de la globalización) se ven reflejados en el rostro desafiante de un negro que suda y excava del otro lado del océano.

La película está preocupada por exhibir los efectos de esa codicia acumulativa que mueve al capitalismo. Está en las mentes de las personas (los tetris descabellados que arma Howard para rascar guita de cualquier agujero que encuentre), pero también en los cuerpos (no por nada el primer paseo en el interior del diamante se termina convirtiendo, casi sin que lo notemos, en un paseo por las paredes del colon del protagonista). 

El cuerpo de Howard está convulsionado: moviéndose excitado aquí y allá, eyaculando con las fotos de su amante y con el roce de una piedra preciosa, sonriendo como un idiota y llorando como un perdedor. Esa vida acelerada por la sed de dinero (¡a la vez goce y sufrimiento!) hace al ritmo de la película, da la respuesta precisa para definir cuándo se corta un plano y cuándo se mueve la cámara. Por eso el montaje no es sólo un truco virtuoso para volver loco al espectador, sino un tejido expresivo, íntimamente conectado a este universo.

Tomemos una de las secuencias que mejor logra ese ritmo ansioso. Howard, encerrado en su oficina, atiende múltiples llamadas telefónicas y pasa de una conversación a otra (o más bien, de un problema a otro). En ese momento, la banda sonora instala una orquesta de ruidos molestos. 

La música del teléfono. 

El sonido robótico de los botones mientras Howard pasa de una línea a otra. 

El timbre de la puerta.

El zumbido del portero, disparado por la secretaria una y otra vez.

El golpeteo de los clientes que empujan la puerta.

El chiflido metálico del taladro, utilizado por un viejo que no para de restaurar relojes.

Todos los ruidos se suceden y se superponen hasta crear un estado de tensión en escalada. Dado que cada sonido anuncia la llegada de nuevos personajes y enredos, la película llega a camuflarse con las comedias screwballs (digamos, como One, Two, Three de Billy Wilder, que también utilizaba los sonidos para crear un ritmo vertiginoso mientras un ejecutivo de Coca Cola intentaba conservar su empleo). Solo que en aquellos films el efecto era cómico: en el film de los Safdie es desesperante. 

La catarata de malas decisiones que toma Howard también revela otro punto interesante. Más allá de la naturaleza material que poseen las joyas y el dinero, hay algo completamente inmaterial que guía estas vidas hacia un abismo trágico: la especulación, la creencia casi irracional (¿religiosa?) en apostar por los resultados de un partido de basket y en esperar que el azar sea generoso. Lo que entienden los directores, en todo caso, es que esa esfera de abstracciones tiene consecuencias reales en la vida de estas personas.

El retrato que resulta de ello es decadente, bastante gris, poblado de un cinismo último modelo. A veces, algo exagerado. Por eso la oda de los Safdie a Robert Altman no resguarda sólo una filiación estilística con aquel director, sino también una herencia de su nihilismo setentoso (post-Watergate, post-chicos muertos en Vietnam, post-promesa incumplida de Kennedy). Es una desesperanza que hoy reflota en el cine de distintas maneras, muchas veces por inercia. 

En ese punto, el film peca de cierta asfixia, de cierta imposibilidad (o directamente, desinterés) por encontrar un destello de conexión genuina entre los personajes. El recuerdo cercano de Good Time, el film anterior de los Safdie, nos acerca un camino alternativo: lo que palpitaba allí, en el fresco de una larga noche donde las personas se usaban unas a otras, era el intento desesperado de un pibe por salvar a su hermano. Y eso era un pequeño respiro humano en medio de la sofocante ciudad de Nueva York. 

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