Hitlermanía o cómo dejar de rendir culto a una estrella pop fascista

Jojo Rabbit mira al nazismo con humor negro, recordando que el movimiento que se creía supremo no puede escapar a la ridiculización.

Ed Impresa 17/01/2020 Iván Zgaib
Jojo Rabbit_01

chapa_ed_impresa_01

Especial para La Nueva Mañana

Si Jojo Rabbit fuera una persona abriéndose paso en una fiesta, su presentación sería incómoda (esas que dejan a los invitados boquiabiertos, sosteniendo sus tragos vírgenes sin saber qué decir). En solo cuatro minutos de película, una canción glaseada de los Beatles quiebra los parlantes de dulzura. Se desata una catarata de júbilo, incluso si las imágenes de fondo exhiben un espectáculo fascista. Todo luce estrambótico y absurdo, hilarante y terrorífico.

Johannes, el niño nazi que viste un tierno uniforme de boy scout coronado por una cruz esvástica en la cabeza (simétrica y filosa, como una estrella iluminando la cima de un árbol navideño), rebota felizmente por las calles de un pueblo alemán. Mientras el pibe saltarín se prepara para asistir a un campamento nazi, el film nos arroja por la cabeza unos videos viejos: un avión recibido por masas de chicos expectantes, la mano del mismísimo Hitler asomándose a saludar la horda de groupies, unas chicas excitadas amarrándose al líder (¡apenas pueden contenerse de hacerse pis encima!).

Taika Waititi, el director a bordo, presenta a las juventudes hitlerianas bajo el recuerdo excéntrico de la Beatlemanía. Pero con algo de ruido. Toda la película podría sintetizarse en esa secuencia explosiva: el desafío consiste en moverse entre la sonrisa ingenua de un niño y el bastón  lava-cerebros que catapulta a Hitler como estrella pop del paraíso ario. Johannes representa el epicentro dramático que reúne esas fuerzas en disputa. Es un nene solitario (zamarreado por sus compañeros de campamento, abandonado por su padre que voló a la guerra, deprimido con la muerte de su hermana) que tiene como amigo imaginario a Hitler. Él es su compañía y a la vez la expresión de un superyó colectivo alimentado como un cerdo.

Jojo Rabbit convierte eso una comedia absurda, algo que desató una serie de reacciones indignadas (muchas de ellas, absurdas). ¿Puede convertirse una tragedia histórica en una película destinada a suscitar risas? Una breve revisión del cine hará saber que nada de esto es novedoso: desde la lucha sanguinaria de Tarantino por torcer la historia en Bastardos sin gloria (2009) a la comedia teatral The Producers (filmada en 1975 por Mel Brooks y revivida por Susan Stroman en 2005) hasta el facho trepa-cortinas de Chaplin en El gran dictador (1940) y el triunfo soñador de Lubitsch en Ser o no ser (una de las mejores comedias del cine, filmada al calor de las bombas y los campos de concentración y catalogada por los críticos del momento como una injuria). 

Cada uno de esos films buscar reírse de la altanería arrasadora que significó el nazismo; ese que se creía impoluto y por encima de todo y todos, incluso de los chistes. También a su propio estilo, Jojo Rabbit mira empáticamente a un niño nazi sin convertir a Hitler en una fantasía  acaramelada (es decir, sin caer en la abyección juvenil, idiota y negacionista que consagró Roberto Benigni con La vida es bella). 

Jojo Rabbit_02

Lo que hace Waititi es contraponer la bestialidad nazi a un mundo infantil. Cuando los soldados del campamento anuncian la quema de libros, por ejemplo, los niños saltan frenéticamente como si hubieran sido invitados a un juego de verano. Cada acto descabellado, cada idea tirada de los pelos (¡judíos que se cruzaron peces!) ridiculiza el legado nazi. Y llegado el momento, la misma brutalidad ignorante que libera risas se muestra en su costado más terrorífico: la marca de los cuerpos muertos colgando en una plaza por su rebeldía. 

El humor al que apela Jojo Rabbit no siempre se sostiene por las situaciones que muestra ni por los diálogos que profesan sus personajes, sino por el ritmo que infunde Waititi a través de la puesta en escena. Los planos virtuosos y manieristas (muchos de ellos emparentados a Wes Anderson) son montados al ritmo de los diálogos frenéticos y de las rutinas que se repiten con el adoctrinamiento nazi. Waititi no mantiene esa aproximación con consistencia, pero cuando lo hace dota a la película de un ritmo y una musicalidad perfecta (su punto cúlmine: el gag del niño y los oficiales de la Gestapo  repitiendo como bobos el saludo “Heil Hitler!”, un guiño directo a Lubitsch).

A pesar de que la película desciende hacia territorio previsible en la transformación de sus personajes, su mayor fuerte dramático lo descubre en las interpretaciones. Roman Griffin Davis, un desconocido que llegó a quedarse con el papel de Johannes a los 11 años, es un monstruo: combina la frescura de un niño con el control corporal de actores entrenados (como Sam Rockwell y Scarlett Johansson, sus co-protagonistas). El conflicto dramático del personaje exige, sin dudas, la habilidad para transitar estados contradictorios: un niño frágil que quiere impostarse la fachada viril del nazismo, una máquina de repetir insultos discriminatorios que se desconfigura al sentir empatía por una niña judía.

Hay muchas escenas que condensan la fuerza imparable de Griffin Davis. Cuando queman los libros en medio del campo, Waititi aprovecha para filmar el rostro ovalado y de porcelana que porta su estrella naciente. Iluminado por las llamas de una fogata, el niño se congela con la imagen de los libros destruidos, como si de repente se encendiera una duda, el horror mismo ante sus ojos. Enseguida, mira a los compañeros abrazándose a su costado y el festejo comunitario le devuelve lentamente la emoción (nada más y nada menos  que la necesidad desesperada de sentirse parte). 

Se trata de un momento ínfimo, pero la actuación de Griffin Davis está hecha de eso: pequeños detalles, fisuras repentinas que pasan desapercibidas. El modo en que el actor se mueve por esas vibraciones emocionales, su capacidad para sortear la ambigüedad y las tensiones internas; todo se plasma delicadamente en los trazos de su cuerpo. Y allí es donde la película resguarda, más allá de su acidez, una pulsión emotiva. 

 

 

Edición Impresa

Seguí el desarrollo de esta noticia y otras más 
en la edición impresa de La Nueva Mañana
 
Todos los viernes en tu kiosco ]


Últimas noticias
Plaza de Mayo Universitarios @ManesF

La masiva marcha en defensa de la universidad pública rebalsó la Plaza de Mayo

Redacción La NUEVA Mañana
País 23/04/2024

Los organizadores estimaron en más de 700 mil los asistentes a la concentración en la Ciudad de Buenos Aires. El acto central de la Marcha Federal Universitaria, convocó a estudiantes, familiares, docentes, trabajadoras y trabajadores de universidades nacionales, a los que se sumaron numerosos gremios y dirigentes políticos y sociales.

Lo más visto