De qué hablamos cuando hablamos de fantasmas

Atlantique, film premiado en Cannes y estrenado en Netflix, conjura un clima que es en parte una épica de iniciación femenina, una crónica política de inmigrantes africanos y un cuento de fantasmas.

Ed Impresa 06/12/2019 Iván Zgaib
Atlantique
La película entiende que los detalles del espacio geográfico resguardan un poder expresivo. Foto: gentileza

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Especial para La Nueva Mañana

Esto es Dakar. Una torre altísima, con su aspecto de alfil metalizado y futurista, se alza desde el suelo. Más abajo, donde los edificios están a medio construir y la tierra se acumula en montañas, un grupo de obreros pega gritos para recibir el sueldo que no cobraron durante tres meses.

Lo que acontece es pasajero. Esos primeros minutos áridos de Atlantique forman una promesa a medio cumplir, un programa que la directora Mati Diop anticipa sin seguirlo ortodoxamente. Parece sumergirnos en un registro contemplativo del paisaje y en un centro de gravitación narrativa específico, pero luego gira: el naturalismo va a adquirir brotes fantásticos, las cartas del protagonismo van a barajarse de nuevo. Souleiman, uno de los jóvenes trabajadores, desaparece en busca de promesas que lo esperan en España. Ada, la amante, enfrenta ese vacío mientras los padres subastan su libertad para sellar un matrimonio forzado.

Esto es Atlantique. Parte épica de iniciación adolescente, parte crónica política sobre los inmigrantes africanos, parte cuento de fantasmas. El procedimiento empleado por Diop podría describirse como un acto de desviación; una mutación cinematográfica que no tiene la marca de la trampa ni del shock dramático, sino de oscilaciones que se producen por un trabajo minucioso, plano a plano, fluyendo como la corriente del mar que obnubila al ojo de la cámara.

El resultado de todo eso se presta a una lectura instantánea: una parábola de la liberación femenina, palpitando desde los suelos rasposos senegaleses. Allí, Ada aprende a escuchar su propio deseo por encima del murmullo molesto: de sus padres orquestadores, de su esposo arreglado, de sus amigas acusadoras. Esa es una línea dramática que se teje de principio a fin (concluyendo, de hecho, con un monólogo innecesario al borde de la moraleja). Pero otra lectura subyacente, quizás secreta, permite pensar el film más allá de eso; como un poema atmosférico antes que como un discurso que predica su palabra pastoril.

Es en ese punto donde la película entiende que los detalles del espacio geográfico resguardan un poder expresivo. La puesta de la luna en medio de la noche. La bravura del viento marítimo que acaricia el cuerpo de los amantes. Las cortinas de la casa que se retuercen de adentro hacia afuera. Cada uno de esos elementos está orquestado para elevar el mero recuento de las acciones hacia un terreno de la experiencia, donde todo suceso y toda emoción está encarnado en su ambiente.

Por eso, Atlantique es tanto una película sobre Ada como sobre el océano que envuelve su historia. El film entero está interrumpido por imágenes del mar bañando las orillas de Dakar.  Al comienzo, es contemplado por su belleza hipnótica: la extensión inconmensurable, los ritmos grabados por la fuerza de las olas, las escamas rojizas y azuladas que varían con los flujos del sol. Pero Diop entiende, también, que ese paisaje posee un carácter más concreto, más material: está anclado en la vida de Ada. Invade sus momentos de angustia (la soledad de habitar una casa llena de familiares incomprensivos, mientras los rugidos del mar irrumpen por la ventana de una pieza)  y sus pequeños triunfos (el delirio de escapar de noche para bailar en un bar donde rompen las olas).

Ese mismo océano se redescubre, más tarde, como una superficie de descargas políticas. Es el abismo que deben atravesar los obreros explotados para alcanzar tierras promisorias, pero que en el camino los desploma a ellos y a sus frágiles ilusiones. Es el terreno fangoso donde se hunde la suerte de los inmigrantes. Es el fondo vacío que mira Ada cuando se aferra al recuerdo melancólico de Souleiman: la huella de una ausencia, el lugar de los que se fueron y de los que no podrán volver.

Lo que resulta aún más valioso de aquella composición poética es su relación íntima con los giros narrativos. Cuando la película adquiere tintes de fantasía, esos cambios ocurren de manera orgánica. Hay una epidemia febril y fantasmal que acosa a los personajes y que no se sostiene únicamente por la lógica del guion. Su base es, por sobre todas las cosas, la textura visual y sonora que habita el film desde un comienzo y que se va desplegando de manera progresiva.

Esto es particularmente claro desde que las amigas de Ada caen en un estado de trance. Sus cuerpos sudorosos, sus retinas enceguecidas por una laguna blanca, su andar sonámbulo por las calles nocturnas: cada cambio introducido con una visita de fantasmas es acompañado por las imágenes del océano tiñéndose de noche. Ese paisaje, que hasta entonces había sido territorio de la belleza, de la vida emocional y de la disputa política, ahora es algo más: zona de misterio y ocultismo.

En Atlantique todo tiene que ver con todo. El océano hermoso con el abrazo caliente de dos enamorados, la liberación de una chica con el espíritu sublevado de los inmigrantes, la caricia suave del viento con el mar que grita ausencias. Y es por eso que la película puede poner en sintonía elementos tan diversos. Los convierte en una misma experiencia soñadora.

 

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